Cuaderno de apuntes
Dedicada a la cultura dominicana
En los días que siguieron al 14 de junio del año 1959, me encontraba encerrado en un cuarto de mi casa materna, en Salcedo. Estaba aquejado de gripe, y mi madre, con un celo extremo, no permitía siquiera que se abriera una ventana, porque, según su intuición médica, cualquier ráfaga de aire podría entrar y provocarme una bronquitis o una neumonía. Cubierto con una frazada, titiritaba por el escalofrío que presagiaba una fiebre intensa. Entonces, mamá venía y me daba aspirinas Bayer y fricciones de berrón.
Pedro Camilo
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En los días que siguieron al 14 de junio del año 1959, me encontraba encerrado en un cuarto de mi casa materna, en Salcedo. Estaba aquejado de gripe, y mi madre, con un celo extremo, no permitía siquiera que se abriera una ventana, porque, según su intuición médica, cualquier ráfaga de aire podría entrar y provocarme una bronquitis o una neumonía. Cubierto con una frazada, titiritaba por el escalofrío que presagiaba una fiebre intensa. Entonces, mamá venía y me daba aspirinas Bayer y fricciones de berrón.
Luego, cuando llegó la mejoría, salí al patio y noté que el cielo era más azul, el aire más transparente, y las cayenas tenían un rojo más intenso. Sin embargo, no todo era hermoso; pronto, advertí que en la casa había un ambiente pesado, un ambiente de secretitos entre mamá y mi abuela materna. Mientras tanto, papá callaba. Lo que era un signo presagioso. Más tarde supe, por una muchacha que hacía los mandados, que la extraña situación se debió a que habían matado a un soldado nativo de Salcedo, de apellido Regalado, mientras éste combatía contra unos “barbudos” –así mismo dijo la joven- que habían desembarcado en Constanza.
Cuando regresé a la Escuela Pública Urbana “Dr. Rafael Trujillo Molina”, uno de mis compañeros me explicó mejor la realidad: varios hombres habían llegado, unos por Constanza, en La Vega; otros por Maimón y Estero Hondo, en Puerto Plata, para luchar y tratar de derrocar al régimen trujillista. El soldado Regalado, del Ejercito Nacional, había sucumbido en uno de los enfrentamientos. Pero también, muchos guerrilleros habían perdido sus vidas. Desde ese momento, sentí un doble sentimiento: por una parte, un profundo respeto por el soldado que había caído cumpliendo con su deber; por la otra, una gran admiración por esos hombres, que yo no conocía, pero que habían arriesgado sus vidas para liberar a la patria de la tiranía.
Siete meses después, mientras preparaba el octavo curso de la primaria, viví otra experiencia que dejó en mí una impronta. Cada mañana, durante varios días, cuando llegaba al aula, uno de mis compañeros me secreteaba una mala noticia; por ejemplo, decía:
-Anoche se llevaron a doña Fe Ortega y al doctor Fafico Mena.
“Se llevaron a…” significaba que los calieses llegaban a una casa, en un carrito Volkswagen, en la madrugada, y tomaban prisionero a un opositor al régimen, tal y como les ocurrió a Sina Cabral, a Nicolás Rodríguez, a Sombe Florencio, a José Guzmán, a los hermanos Alfaú, a José Toribio Bretón, y a los muchachos González, entre otros. Estos anuncios matutinos, según supe después, eran resonancias del inicio de la cacería que llevó a cabo la dictadura, contra los miembros del Movimiento 14 de Junio, que precisamente había sido develado en ese mismo mes de enero del año 1960.
En ese año, pero en noviembre, asesinaron a las hermanas Mirabal. En esos días volví a sentir aquel ambiente tenso que provocó la muerte del soldado Regalado. Sin embargo, en esa ocasión pude ser un poco testigo de los hechos. Como era monaguillo, asistí al cementerio acompañando al cura junto a otros acólitos. Lentamente repaso las imágenes del enterramiento y por unos segundos me detengo en aquella que simboliza Dedé Mirabal mientras le corta la trenza a su hermana María Teresa, y enseguida cierro los ojos y muevo la cabeza como diciendo que no, pero al instante ya tengo en la mente el recuerdo de aquellas bocas cuadradas esperando los tres ataúdes y luego el chirrido de la madera chocando contra el cemento. Tras la ceremonia, recuerdo la salida de la gente cabizbaja y con pasos lentos.
En las Navidades de ese año, no hubo nacimiento como señal de un duelo que mi madre no pudo esconder frente al crimen de las hermanas Mirabal. Antes, año tras año, mamá siempre había colocado casitas alumbradas en el nacimiento del Niño Jesús; eran casitas de cartón acomodadas entre arena, piedritas, musgos y espejitos que figuraban lagos donde se reflejaban luces rojas, azules, verdes y amarillas, dependiendo de los colores de los bombillos que de manera intermitente se encendían en el arbolito cubierto de velo de ángel.
Más tarde, al principio del año 1961, hasta la casa curial de Salcedo llegaron algunos seminaristas buscando refugio, acosados por la terrible persecución de la dictadura, la cual, para ese tiempo, ya se había ensañado contra la Iglesia Católica. Entonces yo era un monaguillo con aspiraciones papales, y parte de mi tiempo lo pasaba entre la sacristía y la residencia del padre Flores Santana, quien a la sazón era el encargado interino de la parroquia salcedense.
Y ahí, en esa casa de madera, con olor a naftalina, cuyo interior parecía una enorme caja cubierta de celofán e iluminada por luces fluorescentes, sí, en esa casona supe, mediante la confidencia de uno de los seminaristas, que la tiranía estaba cerca de su desenlace a causa de varios factores entre los cuales citó, además de la ruptura con la Iglesia Católica, la crisis económica ocasionada por la fastuosa celebración en el año 1955 de la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre; asimismo me habló sobre los resultados en la conciencia nacional de la expedición del 14 de junio de 1959; de la misma manera, mencionó el asesinato de las hermanas Mirabal ocurrido el 25 de noviembre de 1960 y se refirió de igual forma, a las inexorables sanciones impuestas por la Organización de Estados Americanos como consecuencia del atentado contra el presidente de Venezuela Rómulo Betancourt, acaecido el 24 de junio de 1960. Finalmente, aludió al secuestro en Nueva York, el 12 de marzo de 1956, y al posterior homicidio realizado por agentes de Trujillo contra el vasco Jesús Galíndez, periodista y profesor de la Universidad de Columbia que había publicado La Era de Trujillo, una crítica despiadada contra el régimen dominicano.
De la misma manera que lo presagió el seminarista, las tensiones entre la dictadura y la Iglesia Católica se agudizaron. Había un rumor creciente de quemas de iglesias, y de ofensas verbales a curas y obispos. Ahora, llegan a mi mente las imágenes de aquel Viernes Santo del año 1961, cuando mi madre mostró su gran coraje durante la procesión del Santo Entierro. Y sin ningún esfuerzo la recuerdo caminando por el medio de la calle y yo a su lado muy orgulloso, mientras los demás fieles se subían a las aceras ante la súbita aparición de un carrito Wolkswagen ocupado por calieses, y mi madre con la cabeza alta y el paso firme repitiendo entre dientes “Esos son los asesinos de Trujillo, esos son los asesinos de Trujillo…”
Enseguida, el sacristán y los monaguillos abandonaron sus cataduras solemnes y le formaron un cerco al presbítero, y aunque el sacerdote se resistió lo empujaron hasta la orilla como si fuesen hormigas cargando un terrón de azúcar. Todavía rememoro a cuatro o cinco señores escondidos detrás de las molduras y los cristales del enorme féretro que había pasado de unos hombros piadosos al suelo polvoriento y lleno de baches. Mientras tanto, mamá continuaba su marcha y yo a su lado, hasta que después retornó la calma y el Santo Entierro siguió su rumbo para regresar al punto de partida, que era la iglesia ubicada en medio del parquecito central.
Luego del suceso de Semana Santa transcurrió un mes para que entonces sobreviniera el desenlace de la dictadura, mediante el ajusticiamiento de Rafael Trujillo Molina por un puñado de valientes. De una vez llegaron a mi vida nuevas experiencias como la que viví al leer un volante que circuló en los primeros días de junio de 1961, y cuyo contenido memorizo sin ninguna dificultad debido al profundo impacto que me causó. Ahora recuerdo que los títulos decían así: “Criminales prófugos”. “Los que mataron al Jefe”; a continuación había unas fotos y debajo estaba el siguiente texto: “Para conocimiento del público, a fin de que pueda aportar cualquier pista que lleve a la detención de los asesinos del Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, se publican las fotos de los siete criminales que se encuentran prófugos. Desde la izquierda, Juan Tomás Díaz, Antonio de la Maza Vásquez, Luís Amiama Tió, Antonio Imbert Barreras, Luís Manuel Cáceres Michel (Tunti), y los hermanos Salvador y César Estrella Sadhalá”. Más abajo, se hallaba otra información, escrita con letras grandes: “Cuando vea alguno de ellos avise al puesto militar más cercano”.
Y aún no había podido reponerme de la impresión que me causó el volante, cuando una mañana observé desde la torre de la iglesia, cómo una insólita turba lanzaba consignas antitrujillistas, mientras derribaba el busto del tirano que estaba colocado en el mismo centro del parquecito. Enseguida ocupó un espacio dentro de mi rutina cotidiana la voz de Ramón Lorenzo Perelló que iniciaba las transmisiones de los mítines antitrujillistas de esta manera: “Y a continuación, la cadena de la libertad, integrada por Radio Hit Musical en Santiago, La Voz del Progreso en San Francisco de Macorís…”.
Poco a poco fui asimilando el proceso que estaba viviendo, y sentí un gran alivio cuando pensé que jamás tendría que asistir a tedeums, salves y misas cantadas en honor al Jefe. Asimismo, discerní que quedarían a la zaga aquellos viajes escolares a la ciudad de Bonao para participar en las fiestas onomásticas dedicadas a Petán Trujillo; y en medio de mi júbilo avizoré la desaparición de aquel gorro y de aquella chalina negra y de aquel uniforme de caqui que debía ponerme para asistir a la Escuela Pública Urbana, donde la directora frente a la menor travesura, te podía estrujar en la boca el zumo de las mismas sábilas que con mucho deleite ella cultivaba en el jardín del centro educativo.
De igual forma presentí que nunca volvería a escuchar la voz de Guillermo Peña Frómeta articulando, con sádico regocijo, la palabra ¡Muerto!, inmediatamente después que otro locutor pronunciaba el nombre de cada uno de los expedicionarios del 14 de Junio que sucumbieron por amor a la patria en Constanza, Maimón y Estero Hondo; y mi alborozo fue mayor cuando pensé que jamás oiría la voz de Julio César Félix modulando el eslogan “Por la paz y la solidaridad del mundo libre, transmite, desde Ciudad Trujillo, La Voz Dominicana”; y en la cima de mis premoniciones, percibí que tampoco escucharía a José Antonio Núñez Fernández leyendo las noticias de La Voz Dominicana en el espacio que coincidía con la transmisión de Los Tres Villalobos, que era una radionovela que capítulo a capítulo yo seguía, pero que algunas veces tenía que interrumpir cuando a mi padre se le antojaba sintonizar el informativo de esa emisora.
Cuatro años después, el 24 de abril de 1965, estalló una revolución que tenía como propósito restituir la constitución de 1963, abortada mediante un golpe de estado al profesor Juan Bosch. A la sazón, era estudiante del cuatro año de bachillerato, en el liceo Emiliano Tejera, de Salcedo. Como el centro docente cerró sus puertas, tuve que recluirme en mi casa, para rezar el santo rosario en familia, y para aburrirme por las noches de toque de queda, sin poder escuchar mis programas románticos –papá había monopolizado el radio Philips, oyendo las consignas militares de radio San Isidro-, ni poder realizar aquellos vuelos de reconocimiento, que partían del parquecito central y terminaban ahí mismo, en el parquecito central.
Meses después, precisamente el 11 de septiembre de 1965, viajé a España, con la intención de comenzar a estudiar medicina. Luego de legalizar mis documentos de estudiante en Madrid, viajé a la ciudad de Granada, donde habría de inscribirme en la Facultad de Ciencias de la Salud. Y una noche, mientras cenaba en un comedor estudiantil, se produjo el milagro: conocí a Renato González, al cual sólo lo había oído mencionar, cuando hablaban de la prisión en La 40 de las hermanas Mirabal y de los muchachos González, entre otros. Y desde ese momento, junto con otros salcedenses, empezamos a compartir un apartamento en el No. 22 de la calle Conde Cifuentes, no muy lejos de Recogidas, una de las principales vías granadinas.
El Renato González que ahora recuerdo, es un muchacho alto, moreno, de pelo muy negro, con gafas de aumento, amante de la música, de la lectura y del buen vestir. Había empezado a estudiar en la Universidad de Santo Domingo, pero, cuando ya estaba en cuarto o quinto año de medicina, vino la Revolución y ya el cuento es sabido. Entre nosotros había una diferencia de edades, de unos cinco años, pero nuestra empatía fue creciendo, y en los ratos de ocio, íbamos al cine, o hablábamos de libros, o subíamos a los jardines del Generalife, donde nos poníamos a conversar, mientras fumábamos, acerca de su participación en el Movimiento 14 de Junio.
Dos años después, en 1967, cuando regresé a Republica Dominicana, ya en mi mente se habían cristalizado aquellos recuerdos que tuvieron su punto de partida en los días que siguieron al 14 de junio del año 1959, cuando empezando una convalecencia, sentí un doble sentimiento: por una parte, un profundo respeto por el soldado que había caído en Constanza, cumpliendo con su deber; por la otra, una gran admiración por esos guerrilleros, que yo no conocía, pero que habían arriesgado sus vidas para liberar a la patria de la tiranía.
De esta manera, el soldado Regalado; los héroes y mártires del desembarco de Constanza, Maimón y Estero Hondo; los salcedense que cayeron presos cuando descubrieron el complot del 14 de Junio –Fe Ortega, Fafico Mena, Sina Cabral, Fafa Taveras, Nicolás Rodríguez, Sombe Florencio, José Guzmán, los hermanos Alfaú, José Toribio Bretón, y los muchachos González, entre otros-; las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, sepultadas en una tardecita gris entre chirridos de ataúdes chocando contra el cemento; la casa curial, de madera, con olor a naftalina, cuyo interior parecía una enorme caja cubierta de celofán e iluminada por luces fluorescentes, donde supe, mediante la confidencia de un seminarista, que la tiranía estaba cerca de su desenlace; aquel Viernes Santo del año 1961, cuando mi madre mostró un gran coraje durante la procesión del Santo Entierro; el volante con las fotos de los que ajusticiaron a Rafael Trujillo Molina; las ráfagas de heroísmo que llegaban hasta Salcedo, durante la Revolución de Abril de 1965; y finalmente, la amistad con Renato González, en la Granada franquista, se habían convertido para mí, en vínculos venerables, en diosas y dioses que existían en un tiempo mítico, en un continuum infinito, oficiando sus rituales en los espacios sagrados de mi memoria.
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