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jueves, 28 de agosto de 2014
Caamaño en el panteón de la historia
Caamaño en el panteón de la historia
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Por MARÍA ELENA MUÑOZ MARELMUNOZ@HOTMAIL.COM (APORTE)
16 agosto, 2014 2:00 am
Caamaño
La caída del Che en Bolivia, en octubre del 1967, desató un intenso debate en las cúpulas dirigenciales revolucionarias a nivel mundial sobre la eficacia o no del “foco guerrillero” como método de lucha, en la concretización de los movimientos de liberación nacional. En la edición del suplemento “Areíto” del 9 de agosto nos ocupamos de este tema. Expusimos las razones por las cuales el Coronel Caamaño se encontraba entre los que le acordaban vigencia para entonces, por lo que continuó con su proyecto, que en este contexto insurgente pensaba implementar en nuestro país. Nadie pudo convencerlo de lo contrario. Ante tal terquedad, decíamos, cayeron rendidas todas las estrategias de seducción y todas las diplomacias de desistimiento.
Terquedad que se constituyó a la postre en el andamiaje de perseverancia, integridad y firmeza. Esa que hizo de Francis ese paradigma de decisión, arrojo y entrega a la causa del pueblo. Lo demostró la renuncia de los privilegios e intereses de clase y a los que le otorgaba su alto rango castrense, mundo de sombras que desestimó para asumir la más difícil y asombrosa coyuntura política de nuestra historia contemporánea y del continente. Porque del Coronel que andaba con las botas puestas del Gobierno de facto del Triunvirato al Coronel de Abril, hay toda una epopeya. Porque dependió de un instante único, legítimo e irrepetible, en el que en la dualidad de un debate interior propio de la condición humana se decidía el destino de un hombre y de un pueblo. Como en aquel tiempo “en que los dioses no estaban ya y Cristo no había llegado todavía; cuando de Cicerón a Marco Aurelio, hubo un momento en que el hombre estuvo solo”. (Margarita Yourcenar, “Memorias de Adriano”, contraportada.)
Siglos después, en un momento similar, en que el pueblo dominicano se quedó solo, fue que Caamaño dio el salto dialéctico, el que mantuvo, tanto cuando el sueño fue semilla y cuando fue fruto. Ese que le ha abierto las puertas de todos los monumentos… Porque aunque navegamos en un océano de mártires, aunque hemos vivido caminando entre los cipreses que dan sombra a ese interminable cementerio de la resistencia, el mérito de Caamaño fue estar ahí y llenar el vacío, en el momento preciso que nuestro pueblo sintió que se quedaba solo.
Fue el día cuando la huida y la claudicación llenaron el espacio que antes cubrían el vigor insurgente de la esperanza. Porque aquella revuelta que en principio solo aspiraba al simple regreso de la constitucionalidad perdida, de repente, como en una espiral de fuego, entró en una dinámica inesperada de movilidad constante, cambiando cualitativamente en cuestión de horas el traje conceptual que vistió en sus orígenes, a la que Caamaño fue dando respuesta paso a paso, sin vacilaciones.
Fue ahí donde nació su liderazgo, cuando esa lucha ya no respondía ni a las expectativas políticas, ni a la capacidad de respuesta de muchos de sus gestores y dirigentes iniciales. Porque cuando La Embajada llamó a estos últimos a buscar una solución negociada a raíz del estallido de la crisis, exacerbada por la agresividad reaccionaria instalada en San Isidro, que amenazaba con transformar la insurrección en una guerra civil, en lugar de aceptar la conciliación como hicieron otros, Caamaño interpuso de nuevo y sin titubeos su terquedad, aquella que responde, ya lo vimos, a la noción de deidad: “El que quiera morir con honor que me acompañe al puente”. La batalla decisiva de la guerra que apenas comenzaba. La que definió y consolidó el triunfo de la constitucionalidad, sobre la ilegitimidad. Aquella ganada por un pueblo sorprendido e indefenso, que solo contaba con una vanguardia emergente, surgida en el fragor de las hostilidades, esa que a pesar de todo eso, lo condujo a la victoria.
La primera utopía que se nos concretizaba. Efímera en el tiempo, 48 horas. Trascendente en sus proyecciones: más de 48 años. Incisiva en el espacio, como la aguja gótica de una catedral medieval. Así se mantiene en la cosmovisión dominicana. Estructurada en la sutil arquitectura del símbolo, como la de David y Goliat. Como la que comenzó cuando en el Puente donde aún ondeaban las banderas empujadas por los vientos del triunfo, fueron arriadas por otras visiblemente tenebrosas, para saludar el arribo imperial de 42 mil bayonetas. Fue que el relámpago atrajo el trueno. Ese que hizo que la guerra civil se transformara en guerra patria, en las trincheras inexpugnables del honor, donde se defendía la soberanía vulnerada.
La resistencia heroica de un pueblo pequeño, cercado por el aparato militar más grande y moderno de la época, en el angosto, accesible y expuesto casco urbano, peleando con las rústicas armas de la espontaneidad, constituyó una hazaña tal que al parecer solo cabía en el universo mágico garciamarquiano. Pero el arquitecto de una de las más grandes experiencias revolucionarias de los últimos tiempos supo definirla: “Con 12 hombres como los Constitucionalistas de Santo Domingo, yo tomo a New York”, exclamó Fidel en las Naciones Unidas.
Lo dijo, porque la intensidad de los combates ponían en entredicho el carácter avasallante de la Intervención. Por tanto, era menos humillante decidir el alto al fuego cuando todavía la dinámica de la guerra no daba señales de determinar si había vencidos o vencedores. Tal confusión era más rentable al orgullo imperial. En especial, cuando la voz del Comandante en el foro mundial, en su metáfora insurgente le recordó el bochorno de Bahía de Cochinos. Sentar por primera vez en la mesa de negociaciones a la potencia hegemónica del Norte constituyó, sin duda, una gran victoria, no solo para nuestro pueblo, sino también para los del Tercer Mundo involucrados en desafíos desiguales similares, colocada dicha acción en la perspectiva de una tregua, hasta que se creen las condiciones para el combate final. Convicción que subió al avión junto a Caamaño y a los demás dirigentes constitucionalistas, cuando fruto de dicha negociación debieron tomar el camino del exilio.
Fue así como saltando de las trincheras al pie del Ozama a las del Támesis y el Sena, llegaron a las aguas turbulentas del Caribe, donde los caracoles desalojados por ellas del hábitat movedizo de las arenas, se ven constreñidos a ascender el consistente, pero sedicioso, territorio que le mostró Manolo: “las escarpadas montañas de Quisqueya”. Para entonces el único, donde se creía que se podía resituarse el sueño.
Escenario que le iba a permitir cumplir su juramento, incluso más allá de lo prometido, porque allí caería reproduciéndose su inmolación a la manera del Che; solo que ninguno de los dos necesitaba morir para que la memoria histórica registrara con letras refulgentes su entrega a la causa. Bastaba con haber protagonizado las gestas que hemos exaltado aquí, para que las puertas de todos los mausoleos del mundo estuvieran abiertas para recibir sus restos. Pero la barbarie entronizada en el poder a la hora de perpetrar su fusilamiento había tomado sus previsiones para evitarlo.
Tal percepción se fortalece frente al hecho de que sus huesos no han podido ser llevados al Panteón Nacional, como oficialmente fue establecido el pasado 2013, desaparecidos como están por esos paisajes de la injusticia, por donde aún se pasea impune el oscurantismo, quizás para que no recibieran el reconocimiento y el fervor eterno de su pueblo, metiéndolo en el oscuro túnel del olvido.
Es posible que ese mismo despropósito buscan los que hoy, en una acción inusitada, totalmente descontextualizada y por ende sospechosa, intentan en un acto de cobardía inenarrable, hacer denuncias y acusaciones contra quien ya no está físicamente aquí abajo para responderlas. Comentarios que entran en aquella categoría infructuosa e irresponsable a la que se refería tajantemente T.S. Elliot, el célebre bardo anglosajón en Tierra Baldía: “No hay argumento que resista un hecho que lo desafía”. Peor aun cuando en la trayectoria luminosa de un héroe de la estatura de Caamaño, estos superabundan, convirtiéndolo en uno de los grandes paradigmas de la resistencia. Por lo cual aunque sus huesos puedan andar dispersos en nichos virtuales de mármol, quizás de tierra o guarecidos en cabelleras coralinas en el mar; hace ya mucho tiempo que el pueblo los reunió, colocándolo en el Panteón inmutable de la historia.
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