La violencia en el mismo centro
Hace tiempo que la violencia, la que se reconoce oficialmente, “campea por sus fueros” en el mismo centro de la ciudad opulenta. Se regodea protegida por una velada impunidad. Las tristes secuelas de los asesinatos, permean todas las capas sociales. Los lutos no discriminan. El polígono central y sus inmediaciones, son ahora el centro de atención de los ajustes de cuentas, de los asaltos sospechosos.
En tiempos pasados, las periferias y las barriadas “marginales”, se tenían como caldo de cultivo de la violencia extrema. Pero las cosas han cambiado. Los sórdidos lugares se han movido de sitio. Las discotecas del centro, los restaurantes, las cafeterías, las sucursales bancarias, y hasta los supermercados y hoteles, son ahora los escenarios del crimen organizado. El deterioro moral y ético, alcanzó ya su clímax.
Los crímenes de la democracia son mucho más espeluznantes que los de las dictaduras.
Ambos han quedado en la impunidad. Aquellos, injustificables, se entendían como parte del terror oficial. Estos, injustificables también, no se pueden entender desde otra óptica que no sea el estado de confusión generalizado que vive la obnubilada democracia de los nuevos ricos. Hace más de diez años que la violencia empezó a adquirir nuevos matices. Se pudo saber desde entonces que el delito de cuello blanco era igual o más perverso que aquel de las navajas y las hurtadillas.
La banca financiera fue colapsando y sus mentores apenas investigados, retuvieron sus fortunas, se fueron de paseo y regresaron para que no les molestaran, contra el engaño urdido a los ahorrantes. De estos últimos muy pocos pudieron recuperar parte de sus bienes. Pero el delito también fue cambiando de tonos y se hizo mucho más fuerte. Los militares y ex militares, que habían aprendido el oficio del manejo de las armas, salieron a las calles en sus asuetos, a asaltar fusil en mano y hasta con metralletas. El desequilibrio súbito de tan osadas acciones, le fue atribuido al magro ingreso vía de sus sueldos, insignificantes. No era justificación, fue sutil explicación que buscaba darse respuestas a las atónitas circunstancias que rodeaban los hechos de sangre cada vez más dramáticos. Los asaltos políticos de los “revolucionarios” pos abril, fueron sustituidos por los asaltos económicos de los involucionados ciudadanos que no sabían hacer otra cosa. El empresariado apenas se apuntalaba tras la salida, dos décadas atrás, del callejón angosto que les dejó la dictadura y la proverbial timidez tenía argumento de temor. Invertir en un país que en apenas diez años había visto tantos sucesos desde el ajusticiamiento, pasando por los golpes de estado, la guerra civil y la otra invasión… No había estabilidad. Entonces fue cuando se hizo sentir el peso de las agresiones desde el poder militar pos trujillista que se resistía a cambios porque no quería soltar su hegemonía de influencias (contrabando, “cantinas militares” y hasta drogas, dejadas por los propios invasores a su partida). La alternabilidad gubernamental que surgió en los últimos 20 años del siglo pasado, ingresaron nuevos elementos en la descomposición social. No hubo el aporte esperado y antes de consolidarse una clase política, se fraccionó más el panorama futuro con la dispersión de elementos que rumiaban pacientes a la espera de ejercer su voracidad. Esta llegó con el inicio del siglo y los amarres de bandos opuestos, solo aparentemente políticos, fueron necesarios para mantener una supremacía económica, que ya no eran alianzas, sino contubernios, asociaciones de malhechores revestidos de inmunidad. El tráfago se hizo cada vez más intenso y mientras la corrupción se detenía en muy contados despachos, el derroche se hizo norma que se mantiene y no se escatiman esfuerzos para hacer demostraciones de opulencia y ostentaciones estrujantes que pretenden y logran humillar con su presencia destemplada en cada lugar donde están.
La humildad desapareció. La modestia también. Las ropas y los accesorios presentaron en la tradicional sociedad a los nuevos incumbentes oficiales. Otros venían de los estamentos menos pensados, pero eran exitosos deportistas o artistas, los hay y hubo que son potentados dirigentes religiosos de sectas insurgentes, diezmos por aquí, limosnas por allá. Las fortunas ya no eran de la exclusiva propiedad de los empresarios ancestrales, protegidos por la larga dictadura a cambio de peajes multimillonarios, peajes que debieron seguir pagando para que no les descubrieran (públicamente) sus contrabandos y evasiones fiscales, muy magras por cierto.
Mientras todo esto ocurría, la publicidad nos inducía a cree que el status se lograba creciendo económicamente, no educándonos. Y las mayorías optaron por buscar enriquecerse velozmente. Había prisas. Las universidades, en su proliferación, se convirtieron en “lavadoras” educativas, preparando al vapor a gente sin instrucción que salió con títulos de dudosa procedencia intelectual, para escudarse en ellos y hacer fortunas mal habidas. Los casos abundan en diversas “profesiones” (abogacía, medicina, ingeniería, arquitectura y otras). Ya el ratero, el pillo tradicional no era el de la cara cortada. Vestía bien y se perfumaba mejor. Frecuentaba los lugares nuevos y caros.
La violencia había cambiado su aspecto gansteril por uno de refinado comportamiento.
El cine ayudaba enseñando artes y mañas. La televisión aún más. Esta entró a las habitaciones de las casas, dejando las salas, para proyectar ignominias en privado.
La “lluvia de ideas” se había convertido en un huracán de información…
Ya no había excusa para no saber. La red ofreció las últimas lecciones.
Las transacciones y nuevas modalidades para el dolo, aumentaron las arcas de los impasibles señores del trueno y toda la sociedad pareció mancharse.
Por supuesto que hubo y hay excepciones.
Pero quedó claro que el pillaje no era de la exclusividad en uso, abuso y usufructo de los desposeídos. Roto el mito ahora nos vemos en el espeluznante espejo de la angustia soterrada. La maldad se ha aposentado en el mismo centro de las ciudades.
Ya no habita las periferias. Las fortunas son de tan altos montos que provocan lances desesperados de sus ocasionales y temporales propietarios, obligados a huir una vez se les descubren sus complicidades y modos de acciones.
Pero se han convertido, también y al mismo tiempo, en una marca del éxito.
Sus autos de lujo y el confort de sus residencias y altos apartamentos, ubicados en torres del delito, edificadas con el lavado y la anuencia municipal, son una meta del común que sueña con las extravagancias que hasta se anuncian como ofertas para dejar atrás las modestas maneras de vivir y alientan competir con el prójimo.
Ahora ya no hay resquicio posible de visitar que no sea, o pueda ser, un escenario para cualquier ajuste de cuentas. Lo ideal es cualquier sitio o lugar.
Desde el 14 de septiembre de 1999 cuando fue asaltado el camión blindado de Vimenca en pleno centro de la ciudad, en la avenida Abraham Lincoln, esquina Julio Mañón, hasta el más reciente caso, el de la repostería y cafetería La Francesa, han transcurrido casi once años. Los “doce años” van quedando en un punto y aparte peligroso. La violencia, se ha demostrado, se viste de gala, de uniforme, se disfraza, se mimetiza, se esconde, se hace clandestina, se pavonea y enaltece, la apañan y glorifican, la desmienten los violentos y la enarbolan los pacíficos violentos que la permiten en sus diversas modalidades de aceptación, que casi siempre es política, la de turno, la que deja beneficios de la nada y ahora, con los cargos electivos a tiempos de media distancia de los “doce años”, consolidará manejos turbios en una clase emergente que no escatimó reservas para llegar y quedarse…
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