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lunes, 3 de mayo de 2010

Abril contado en primera persona. Escrito por: FERNANDO CASADO. Parte II

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1 Mayo 2010, 8:18 PM
TESTIMONIO
Abril contado en primera persona.


En el testimonio publicado la semana anterior, el autor relató hechos relacionados con el uso de la radio en los comienzos de la Revolución de Abril. Reveló además que el coronel Francis Caamaño le pidió su opinión sobre si debía permitirse abrir las cajas de caudales de los bancos de la zona colonial para que los clientes pudieran retirar sus ahorros. Casado recomendó no hacerlo… y efectivamente, no se hizo.

No tengo dudas de que muchos expertos confiables fueron necesariamente consultados, dada la delicadeza sumamente riesgosa del evento; incluso, asumimos la posibilidad de que algún Asesor indelicado pudiera favorecer tal desquiciamiento.

Caamaño sabía que había que desmenuzar aquel entramado ambivalente con aséptica prudencia antes de una decisión. La guerra no perdona errores.

No cedió a las presiones. Se negó a permitir que se tuviera acceso a las Cajas de Seguridad de los Bancos. Era la excusa que el Gral. Palmer esperaba. Decidió tomar a sangre y fuego la ciudad. Es obvio y le delata, que la ferocidad y estrategia de su primer ataque está dirigida a apoderarse de la Zona donde estaban ubicados, precisamente, los Bancos más importantes del sistema.

Vivíamos sin pensar en mañana, conscientes de que el próximo minuto podía ser el último de nuestra vida. Una bala curiosa o un morterazo al azar, no eran preocupaciones para nadie en aquel frente de guerra en que se había convertido cada esquina de la Ciudad de Abril.

Estoy en la Gral. Cabral esa mañana temprano. Acudía a un encuentro respetuoso con alguien de mis cariños. Había notado las descargas y tiroteos insistentes hacia el norte, al parecer en dirección al área del Parque Enriquillo, donde hacia frontera el “cordón” de los americanos. No creo haber estado más de 15 minutos allí. Las descargas aumentaban sospechosamente en volumen y frecuencia cuando le digo a Ligia y sus amigas, alterando la breve conversación:

--“Trata de salir de la zona, no te quedes, que algo raro está pasando. Yo me voy a la emisora.”—

Salgo, doblo con prisa la Isabel la Católica y subo la Restauración. Llego a la Duarte, pero la metralla baja barriendo como catarata sin control de las posiciones americanas de la Duarte arriba. Un infierno de balas estallando como escupitajos en las paredes del colmado de chinos de la esquina, me detienen. El que intente cruzar es hombre muerto… pienso. De repente, noto que hay alguien a mi derecha, está subido al quicio de una puerta cerrada. Trata de protegerse, aplastándose de espaldas a la puerta. Lo reconozco. Es José Jiménez Belén, notable periodista y amigo del alma. Junto a José Escalante estuvo al frente del periódico La Nación en esos días feroces y parecía dirigirse allí:

--“José no hay quien pase por ahí; vamos a bajar por detrás de la Ruinas”-- (de San Francisco).

José me escucha y prudentemente damos marcha atrás para tomar la Hostos y que las ruinas nos sirvan de protección. Tomamos con prisa Las Mercedes y me desvío en la Sánchez. Fui directo a la Emisora. José fue directo a una embajada.

La Emisora luce crítica. Me doy cuenta al instante. Solo están allí los personajes de aquel mismo grupo “Recurrente” que han estado siempre en los momentos críticos. Nuevamente, los locutores oficiales de RSDTV, habían desertado de la zona. La ciudad ruge de morterazos y metralla. Algunos proyectiles vagabundos silban lejanos o estallan indiscretos en las cercanías. Comienzan a llegar informaciones de bajas y heridos que no atormentan a nadie. El que está allí es porque escogió estar allí, no importan las consecuencias. Nos ubicábamos en la cabina o en el amplio salón que servía de oficina y hogar a Franklin Domínguez, al final del pasillo del 2º piso, hacia el este del edificio Copello, donde muchos solían tirarse a dormir o descansar la lucha en pleno piso o en alguna colchoneta improvisada, cuando las circunstancias de la guerra lo imponían.

Al atardecer, cuando la presión pareció ceder un poco, decido ir a casa. Mi hermana se había trasladado a San Cristóbal y quedé al cuidado de su apartamento en la 19 de Marzo. Allí nos habíamos ubicado René del Risco y yo, compartiendo, casi todas las noches con mi hermanilla Píki Lora, Josefina, Aguiló, Popó y restos del comando Macorís, de época de las Guerrillas de Manolo Tavárez. Otras veces con el fosforescente Perita Martínez y el trágico Narciso González. De hecho, René del Risco abandonó la Zona en esa comprometida ocasión, como también había sucedido desde mucho antes con Freddy Beras. Tomé la Santiago Rodríguez aun bajo el tiroteo, cuando desde la casa de la familia del Dr. Grillo, en la esquina José Reyes, me piden a gritos que me detenga. Insisten en la peligrosidad y los riesgos inminentes de continuar temerariamente avanzando. Angustiados me ofrecen la protección de su hogar. Dormité allí esa noche. Lloré de rabia e impotencia.

Al amanecer despierto alucinado entre las iras de explosiones y metralla. Me preocupa mi hermano Hugo, éste figuraba en el Comando San Lázaro. Hacia allá me dirijo, pero nadie puede darme noticias. Sospecho lo peor y tomo la Santomé hacia el destino. Enfilo mi angustia hacia el hospital Padre Billini. Las balas enloquecidas zumban realengas y tercas en las Mercedes. Parecen venir sin prejuicios desde “Los Molinos”, pero tengo que cruzar. Me arriesgo temerariamente, me lanzo y cruzo en carrera entre el fragor rabioso de las balas perdidas. Paso El Conde y llego al fin, tenso y dramático a la esquina del hospital.

La cuneta herida es un río de sangre incontenible… no exagero. Decido entrar por el área de Emergencia y mis zapatos se empapan con la sanguaza que baja tormentosa en la inclinación. Subo tres pisos hacia el infierno, inconsciente que transito en el fúnebre silencio hacía una inesperada morgue. De repente, frente a mí, como un grito, toda la violencia dramática de la tragedia.

Un escenario descarnado, macabro. Sobre una meseta impudorosa, extendido y casi desnudo, boca arriba y letalmente dormido, desnutriendo una tez amarillenta repugnante, bajo el morbo seboso mortecino del que ha perdido hasta la última gota de sangre, yace un cadáver. No noto heridas. Como un beso rojizo, una mancha indiscreta mordiendo sobre el cuello delata la historia. El odio de una mira lejana, un grito sin su nombre y una maldición certera, destrozó la yugular. Me acerco fríamente, sin emociones, contemplo el cuerpo sin vida de André Riviere, “el Francés”. Había emigrado hasta aquí, desde aquella Legión Francesa de leyenda. Gladiador sublevado, no hiere la estocada al destino sublime, de morir en las furias de una guerra.

Una segunda meseta retuerce la sinrazón absurda de aquella irrealidad macabra, mi mirada se tuerce hacia otra dantesca visión más allá de Riviere. La guerra te insensibiliza y aprendes a vivir la crueldad de la muerte y la sangre, como cosa natural. A tantos años de distancia del suceso, mi memoria lo retrata. Sobre el cemento desbordado de sangre, amontonados sin orden en una pira infame que llegaba hasta el techo, torsos y pedazos de miembros, cabezas destrozadas e irreconocibles, brazos y piernas desgajados, brotes de costillas e intestinos desprendidos como cortinaje fatal, huesos quebrados con pedazos de carne cercenados, manos de dedos descarnados, muñones arrancados de cuajo, rostros despellejados y desprendidos de ojos colgantes. Una comedia infernal que el propio Dante no hubiese imaginado.

La sangre chorreaba a borbotones y se desbordaba escaleras abajo escapando como un rio de serpientes asustadas. Me fui a las salas en busca de mi hermano Hugo. No estaba allí. Bajé al primer piso e iba hacia la puerta de salida cuando irrumpe intempestivamente Montes Arache con los “Ranas”. Jamás he olvidado la gravedad de su rostro. Me muevo a un lado, pero Montes, visiblemente alterado, ni siquiera se ha dado cuenta que estoy allí. Decido volverme y seguirlo. Hago el mismo recorrido detrás de ellos y me quedo discreto a la distancia. Montes estuvo de pie unos segundos frente al cadáver, silencioso, lejano. Lo sentía en una indignación apocalíptica, como si en ese instante las furias calladas de la naturaleza desataran los vientos de la creación silenciosa sobre sus iras interiores. Dio media vuelta y bajó sin pronunciar una sola palabra. No pude alcanzarlos. Había una prisa diabólica en sus pasos. Pensé: “Hoy matan a “Montearache” y regresé, con una vida más cara, a la Emisora.

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