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lunes, 14 de junio de 2010
La sangre que germinó la libertad
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La sangre que germinó la libertad
Por Tony Pina
14 de Jun 2010 12:00 AM
Era domingo, 14 de junio de 1959.
Ese mismo día, con 148 hombres a bordo, los yates Carmen Elsa y el Tínima, tras ser franqueados mar afuera por tres lanchas cubanas, extrañamente comenzaron a confrontar problemas mecánicos que imposibilitan su avance hacia la costa atlántica de la República Dominicana.
Los tres desembarcos -el aéreo y dos marítimos- tuvieron que cambiar sobre la marcha los planes tácticos originalmente aprobados antes de partir. Ambas circunstancias imprevistas, sin embargo, eran claras evidencias de la delación anticipada de la expedición.
Pero la decisión era de coraje y el momento de determinación, y no había ánimo, ni tampoco tiempo, para volver atrás.
Sobrevolando San Juan, el comandante Enrique Jiménez Moya instruyó al piloto venezolano Julio César Rodríguez para que dirigiera el avión al aeropuerto militar de Constanza, donde llegó poco antes de las seis treinta de la tarde.
En tanto, en alta mar, en dirección a las playas de Maimón y Estero Hondo, en Puerto Plata, el barco Carmen Elsa se separaba del Tínima por el desperfecto de éste en el timón y ponía su proa hacia las costas de Puerto Plata.
Se abría de ese modo el capítulo de uno de los proyectos más auténticos y genuinos que registra la historia de la libertad del pueblo dominicano, inspirado en el movimiento de liberación nacional que se incubó en el exilio y se fortaleció con el triunfo de la Revolución Cubana y la solidaridad internacional.
Ventura Simó, quien había desertado de la Aviación Militar Dominicana dos meses antes, conocía la rutina de la guarnición militar de Constanza y no vaciló en apoyar la idea de consenso de realizar el desembarco a través de ese punto. Apenas tomaron altura para sobrevolar la zona de la parte más occidental de la provincia de Azua, y luego cruzar San José de Ocoa y Rancho Arriba, el avión descendía minutos después en Constanza.
Desde la terraza del hotel Nueva Suiza, donde se domina el valle de Constanza, el mayor Rafael Chéstaro, comandante de la guarnición militar, vio descender la aeronave sin que por su mente pasara la magnitud del evento que acontecía.
Ya en tierra, desde un tablón, uno a uno fueron deslizándose los expedicionarios, hasta que la vibración de los dos motores del aparato echó al suelo el soporte, situación que les obligó a que la mayoría se lanzara estrepitosamente, provocando contusiones en piernas y tobillos en varios de ellos.
En esas circunstancias, numerosos equipos de comunicación portátil, armas y otros pertrechos militares no pudieron ser bajados del avión, que emprendió la ruta del regreso a Cuba.
Mientras, una primera ráfaga de ametralladora disparada por la guerrilla hizo retroceder el jeep de la Aviación Militar Dominicana que se dirigía a la pista a dar la bienvenida a los recién llegados, al suponer la oficialidad del destacamento que se trataba de un vuelo rutinario de la Base Aérea de San Isidro.
En medio de la confusión, la guerrilla se dividió en dos grupos, y los expedicionarios comenzaron a escalar las montañas, internándose por los parajes inmediatos de Tireo, El Río y Los Botados.
Un grupo, de 34 expedicionarios, quedó al mando de Jiménez Moya, mientras el otro era dirigido por el comandante cubano Delio Gómez Ochoa.
El sol se perdía en la confusión y la llegada de la noche. A partir de entonces la radio de comunicación no paró un instante de sonar en San Isidro. El jefe de Estado Mayor de la Aviación Militar Dominicana, Ramfis Trujillo, se encontraba en su casa de playa de Andrés Boca Chica (hoy Club Náutico de Santo Domingo), y el acontecimiento lo sacó de su juerga rutinaria: los tragos y las mujeres.
El tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina reaccionó furioso. Sin perder un instante se trasladó a San Isidro, donde personalmente impartía instrucciones y esperó la llegada de Ramfis. Toda una maquinaria represiva fue organizada de inmediato para desplazarse esa misma noche hacia Constanza.
La dictadura planificó un bombardeo masivo para el día siguiente y concomitantemente desplazaba por tierra a sus tropas más distantes. Alrededor de seis mil efectivos, sin contar los centenares de miembros de la Legión Extranjera Anticomunista y de los “Cocuyos de la Montaña”, dirigidos por Petán Trujillo en Bonao, fueron movilizados.
Apenas despuntó el alba, bombas de hasta 500 kilos eran lanzadas por aviones Mustang P-51 y Curtis AT-6, en un ambiente que enloquecía el valle de Constanza.
Humildes bohíos con sus campesinos dentro o en plena faena agrícola volaron destrozados, aunque estas muertes nunca fueron divulgadas por la dictadura, como tampoco las de los militares que cayeron en la balacera de los guerrilleros durante el aterrizaje de la noche anterior.
Ramfis mismo lo admite en sus “Memorias de las Expediciones de Junio de 1959”, aún inéditas, cuando en la página 23 del libro refiere “que aquello fue un verdadero infierno de metralla y fuego”.
Y, más aún, agrega: “La aviación, a pesar de que bombardeó, no tuvo efectividad, ya que no se atacaba en un blanco definido sino un pequeño grupo que había sido avistado en las inmediaciones de donde se atacaba, pero sí fue muy efectiva sicológicamente”.
El efecto inmediato, después de las primeras escaramuzas, fue la fragmentación forzosa del grupo comandado por Jiménez Moya, que se dividió en dos, uno dirigido por el capitán cubano Ramón López, alias Nene, que marchó hacia las inmediaciones de Jarabacoa, y el otro, acorralado, no pudo avanzar siquiera tres kilómetros a la redonda.
El 16 de junio, después del combate del paraje La Guamita, el grupo de Jiménez Moya otra vez se dividió. El guerrillero José Batista alias Chefito se desprendió con nueve hombres y tomó dirección a Los Chicharrones, mientras al día siguiente caía prisionero Rafael Tomás Perelló, quien por trabársele el fusil Fal no tuvo otra opción que la de entregarse. Trasladado a San Isidro y a las cámaras de torturas del kilómetro 9 de la Carretera Mella, Perelló fue obligado a declarar detalles claves para los servicios de inteligencia de la dictadura en su labor de exterminio de la expedición.
Entre esos aspectos obtenidos por los torturadores figuró la confirmación del desembarco marítimo de Maimón y Estero Hondo que, efectivamente, se materializó el 19 y 20 de junio.
Ramfis, sin embargo, lo sabía desde el día anterior cuando leyó la documentación encontrada en la mochila de Jiménez Moya antes de éste ser abatido por los militares.
Con las torturas a Perelló, la dictadura obtuvo otra confirmación: la presencia en la guerrilla de Ventura Simó.
Ventura Simó fue hecho preso de la manera más ingenua, producto de su carácter de hombre sencillo: Se separó del grupo de Ramón López y, cansado y hambriento, con los pies hinchados, fue detenido por unos campesinos en el paraje La Cotorra, quienes lo entregaron a los militares.
Antes de torturarlo hasta matarlo, Ramfis hizo con él una comedia: lo presentó por la televisión y por ante el cuerpo diplomático acreditado en el país como un héroe y, en honor a la farsa montada, dispuso su ascenso a teniente coronel de la Aviación Militar Dominicana.
La tiranía hizo difundir la versión de que Ventura Simó era un infiltrado de la expedición y, en consecuencia, lo presentó como la figura clave en la delación de los aprestos del exilio dominicano.
Nada más falso. Ventura Simó, luego de desertar de la aviación trujillista en un avión Curtis que hizo aterrizar en Puerto Rico, se unió en cuerpo y alma a la causa de la liberación nacional, y prueba de su fervor lo constituye el hecho de que el piloto Rodríguez hizo el desembarco en Constanza, le pidió que regresara a Cuba, pero él prefirió alzarse en las montañas y morir combatiendo la dictadura.
Tras la teatralidad de la tiranía, jamás volvió a saberse de Ventura Simó, quien murió cruelmente torturado y después su cadáver lanzado al mar.
El 19 de junio caía en una emboscada, en el paraje El Río, el jefe de la expedición, Enrique Jiménez Moya.
El resto de su grupo fue apresado, unos fueron fusilados en el mismo aeropuerto de Constanza, y otros trasladados a San Isidro para ser torturados. Mientras los expedicionarios se debatían en las montañas entre la cacería y las detenciones, al amanecer del 20 de junio el yate Carmen Elsa entraba a la bahía de Maimón, siendo detectado por el guardacosta de la Marina de Guerra CG-101, que patrullaba la zona.
Los 96 ocupantes de la embarcación abrieron fuego a las ráfagas de fusilería y de cañones disparados desde el guarcacosta.
Tres marinos fueron abatidos y el timón de la embarcación militar resultó averiado, pero desde su cabina de mando se pidió ayuda por radio a la Aviación, y en menos de quince minutos aparecieron los aviones Vampiro y P-51 bombardeando la bahía.
El yate Carmen Elsa, finalmente, fue destruido, pero la mayoría de sus ocupantes logró desembarcar y alcanzar los predios de la finca ganadera La Catherine y el peñón denominado Las Dos Hermanas.
En combate desigual, durante tres días, las tropas del Ejército se enfrentaron a los guerrilleros, hiriendo de gravedad a varios, entre ellos a José Horacio Rodríguez, jefe del desembarco marítimo.
Los prisioneros de esas refriegas fueron llevados a la base aérea de Santiago y desde allí a San Isidro, mientras los que lograron sobrevivir alcanzaron los montes de Imbert, Altamira, El Cupey, Río Grande y El Mamey, pero la persecución, el hambre y el agotamiento físico los debilitó al extremo de quedar exhaustos y, finalmente, fueron apresados.
Un mes después del desembarco de Maimón se produjo la detención de un reducto de seis guerrilleros que quedó disperso en las inmediaciones, a quienes se les asesinó en los mismos lugares de captura.
El yate Tínima llegó el 20 de junio en la noche a la bahía de Estero Hondo con 47 de sus 48 expedicionarios, porque su comandante José Antonio Campos Navarro se ahogó al caer al mar cuando revisaba la popa del yate.
Contrario a lo que hizo publicar la dictadura, el yate no fue hundido por los bombardeos, según consta en un despacho dirigido a Washington por el embajador norteamericano Joseph Farland, quien asegura que el “yate fue sacado a flote y remolcado hasta el puerto de Santo Domingo, donde lo ví en perfectas condiciones”.
La persecución contra los revolucionarios desembarcados por Estero Hondo abarcó desde Dajabón hasta Santiago, en cuyos campos fueron fusilados inofensivos agricultores que se negaron a dar informaciones sobre el paradero de la guerrilla.
El frente de Estero Hondo, aunque no sufrió la crueldad de los bombardeos al momento del desembarco, como ocurrió en la bahía de Maimón, tuvo una gran desventaja: el terreno llano le permitió a las tropas cercarlos en medio de la sequía prevaleciente, lo que dificultó la adquisición de agua y el aprovisionamiento de comida.
Ni un conuco sembrado encontraron los expedicionarios entre Villa Elisa y Villa Vásquez.
En dos semanas, los expedicionarios diseminados por esa zona de la Línea Noroeste fueron detenidos y conducidos a los centros de torturas de San Isidro, La Cuarenta y el ubicado en el kilómetro 9 de la Carretera Mella.
Mientras eran eliminados los expedicionarios del desembarco marítimo, en las lomas de Constanza apenas combatía en retirada el grupo del comandante Delio Gómez Ochoa.
La subsistencia durante dos semanas de este grupo tuvo su justificación en que manejaba mejor el manual de la guerrilla.
La experiencia de Gómez Ochoa en la Sierra Maestra durante la guerrilla surtió efectos efímeros en los días inmediatos del alzamiento. La estrategia era mantenerse en contante movimiento por la noche y nunca detenerse en un lugar de manera fija.
Gómez Ochoa avanzaba en la oscuridad, a sabiendas de que los militares se replegaban a sus posiciones apenas se escondía el sol. El 17 de junio el grupo se encaminó hacia el lugar conocido como El Convento, donde causaron algunas bajas entre los militares, pero los guerrilleros fueron luego cercados, y al día siguiente los bombarderos de la Aviación diezmaron considerablemente el grupo.
Durante cinco días permanecieron los escasos expedicionarios en las inmediaciones de Los Naranjos, desde donde marchan, en busca de comida, al paraje El Botado. En este punto fueron detectados por calieses que simulaban ser labriegos. Cercados por las tropas, fueron atacados mientras desprendían algunos tubérculos en un conuco del lugar.
Delio Gómez Ochoa, tras ese combate, se dispersó con diez de sus hombres, quedando Johnny Puigsubirá únicamente con dos hombres, al igual que el cubano José Luis Calleja y Mayobanex Vargas.
El primero de julio, el hambre llevó a Gómez Ochoa a procurar comida en compañía de un campesino que lo engañó, pues resultó ser un agente encubierto del SIM, nativo de Constanza, quien lo llevó a una emboscada donde cayeron tres guerrilleros y otros dos resultaron detenidos y, posteriormente, fusilados en el aeropuerto de Constanza por órdenes del general Mélido Marte.
Dos días después, el reducto guerrillero de Mayobanex Vargas, también cansado y hambriento, se entregó en una finca al general Juan Tomás Díaz, comandante del Ejército en La Vega. Gómez Ochoa fue nuevamente emboscado, en una acción donde Rinaldo Sintjago Pou resultó herido y luego rematado.
Gonzalo Almonte cayó preso, al igual que Johnny Puigsubirá, a quien ejecutaron en el acto, mientras otros dos guerrilleros eran trasladados a la Base Aérea de San Isidro. El 10 de julio, a Poncio Pou y Medardo García Germán, tras negociar su rendición con un sacerdote, se les hizo prisioneros.
Al día siguiente sólo quedaban en las montañas Delio Gómez Ochoa, Frank López y Pablito Mirabal, de apenas 15 años.
Estos cubanos, bajo la persecución de los militares y el acoso de perros sabuesos, finalmente se rindieron. A Gómez Ochoa y Pablito Mirabal se le respetó la vida, pero Ramfis obligó a Frank López a buscar armas y municiones que durante el interrogatorio dijo haber dejado enterradas en las montañas y, cuando regresaba por el monte, fue fusilado.
Gómez Ochoa y Pablito Mirabal fueron presentados posteriormente a la prensa internacional en el hotel Nueva Suiza, en Constanza, por el interés de la dictadura trujillista de justificar el exterminio acusando a Fidel Castro de la responsabilidad de la invasión.
Era el fin de las heroicas expediciones de junio de 1959, cuya sangre generosa abonó por siempre la tierra dominicana para que dos años después germinara la semilla de la libertad.
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